jueves, 20 de enero de 2011

¿Vivir o sobrevivir?

Esta práctica en cuestión era de temática libre con una única condición: nos daban el final ya hecho. A partir de ese párrafo teníamos que construir una historia de unas 700 palabras.
Y esto es lo que se me ocurrió...

- Perdone… ¿El director del centro?

Una joven que no tendría más de treinta años separó la vista de la pantalla de su ordenador y le sonrió amablemente.

- Claro, al final del pasillo, verá un letrero con su nombre sobre la puerta. ¡Ah! Un consejo. Si coge el ascensor que hay al lado del despacho llegará antes a la calle –le guiñó un ojo.

El joven le dio las gracias y recorrió el pasillo. Cogió aire y golpeó la puerta con el puño suavemente.

- Adelante.

Abrió la puerta del despacho despacio, como si temiese lo que se encontraba en su interior. Un hombre trajeado y de aspecto simpático le esperaba.

- Pase, pase. Tome asiento y póngase cómodo. Como si estuviese en su casa.

El joven esbozó una tímida sonrisa. Se sentó frente al hombre y esperó a que éste tomase las riendas de la situación, pues él se sentía perdido.

- Bien, ¿cómo se llama?

- Gerardo… Gerardo Cruz.

- Encantado, Gerardo. Yo soy Francisco Martínez, director del centro. Ahora, ¿podría comentarme el motivo de su cita?

- Claro. Resulta que… Yo… Esto… Es que… -el joven balbuceaba y escupía palabras al azar, agobiado. Sintió que se asfixiaba y le faltaba el aire, como si las paredes del despacho fuesen cerrándose, dejándole cada vez menos espacio.

Se levantó de golpe tirando la silla. Huyó como un animal asustado hacia la puerta y agarró su pomo, dispuesto a abrirla y así de esta forma escapar de todos sus miedos. Fue entonces cuando una imagen apareció en su mente. Era Ander, su mejor amigo. Ander riendo. Ander bañándose en una playa de Almería, durante las últimas vacaciones que habían realizado juntos. Ander viendo un partido del fútbol y celebrando los goles del Real Madrid. Ander en un festival de música, disfrutando como sólo el sabía hacerlo, bailando al ritmo de las guitarras. Y de pronto… Ander no estaba. Negro. ¿Dónde se había metido? Buscó en su memoria, y con mucho dolor, surgieron los nuevos y últimos recuerdos. Ander de fiesta, tirado en el suelo. Con los ojos muy abiertos, temblando. Sus últimas palabras. “Vive por los dos. Pero vive, sin limitarte a sobrevivir como hasta ahora”. Ander que se iba, para no volver. Recuerda como él, Gerardo, escapó dejándose algo al lado del cuerpo de su amigo ya sin vida. Pastillas. Las malditas pastillas. No se olvida tampoco de que corrió hasta quedarse sin fuerzas, para después tirarse sobre el suelo, llorando como un crío hasta quedarse sin lágrimas.

“Vive”. Por Ander. Por él. Las lágrimas volvían a recorrer sus mejillas.

Separó su mano de la puerta y se dio la vuelta. Colocó bien la silla y se sentó mirando fijamente a Francisco. Se dio cuenta de que desde la muerte de su amigo se había dedicado a escapar de los recuerdos, de lo vivido. Y había llegado el momento de afrontarlos.

- ¡Ayuda! –fue un grito desesperado, una llamada de auxilio-. ¡Necesito ayuda! Tengo un grave problema. Estoy enganchado a las drogas.

Ya está. Lo había dicho. Había dado el paso. Había sido valiente por primera vez en su vida.

Francisco lo miraba con ternura, con lástima quizás. Se levantó y colocó una mano sobre su hombro, para hacerle entender que no estaba solo. Las cosas eran muy sencillas, simplemente debía firmar un formulario solicitando su ingreso en la clínica de desintoxicación.

- Perfecto. Este papel para ti, y esto me lo quedo yo.

Gerardo se levantó y se acercó de nuevo a la puerta, ahora con firmeza. Se sentía bien, saboreando los primeros síntomas de la ilusión. Una ilusión por comenzar de cero y por el camino correcto, y que se expandía a la misma velocidad que la tinta azul de su firma.

Un firme apretón de manos puso fin a la entrevista. Abandonó con premura el despacho acristalado, como si quisiera evitar cualquier otro desliz. Al abrir la cartera para guardar los documentos, ya en el pasillo, se dio cuenta de que la mancha azul no había parado de crecer, pero eso no pareció importarle. Se dirigió a la salida por el camino más largo; quería despedirse de la treintañera, aunque fuera tímidamente. No se imaginaba cuántos tantos cafés de máquina iban a compartir.

A mi profesor le gustó la historia, pero me acusó de retorcida y trágica.

Pues no sé...

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